El testimonio y la palabra dada
- apeveeditor
- 27 oct
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MIGUEL SANCHÍZ
Entre las muchas curiosidades que nos dejó Roma, hay una que siempre despierta una sonrisa. Se dice que, cuando un ciudadano debía jurar decir la verdad ante un tribunal, no ponía la mano sobre un libro sagrado —aún inexistente—, sino sobre sus testículos. De ahí, según algunos, vendría la palabra testificar. Más allá de la exactitud histórica, que los filólogos discuten, el relato encierra un simbolismo profundo: la palabra dada comprometía la hombría, el honor y la dignidad del testigo. Mentir no solo era una falta de ética, sino una afrenta a sí mismo.

En una época como la nuestra, donde las promesas a menudo se diluyen en el ruido, conviene recordar ese sentido antiguo del testimonio. Decir la verdad no era un acto burocrático: era un compromiso con la comunidad. Cada palabra pronunciada tenía un peso moral. Quizá por eso los romanos, con su sentido práctico y solemne de la vida, vinculaban el testimonio a la integridad personal.
Algo de ese espíritu —esa fidelidad a la palabra y a los demás— late también en asociaciones como la nuestra, la APEVE. No porque juremos sobre ningún símbolo, sino porque en nuestras reuniones, tertulias y proyectos compartidos mantenemos viva una forma de compromiso poco frecuente: la confianza. Cada intervención, cada idea o reflexión que alguien aporta, lo hace desde la honestidad intelectual y el respeto por el otro. Es, en cierto modo, una forma moderna de testificar: dar testimonio de lo que uno sabe y de lo que uno cree.
APEVE no es solo una suma de nombres, sino una comunidad en la que el conocimiento se entrelaza con la amistad. Cada encuentro, ya sea para debatir sobre historia, literatura, política o ciencia, se convierte en una lección de camaradería. Aprendemos, discutimos, disentimos —pero siempre desde la convicción de que la verdad se construye entre todos, escuchando y compartiendo.
En un tiempo donde el diálogo público se ha vuelto crispado, casi guerrero, nuestra asociación representa un pequeño refugio de civilidad. Aquí no se alza la voz para imponerse, sino para aportar; no se debate para vencer, sino para comprender. Y ese espíritu, que parece tan sencillo, es lo que mantiene viva la esencia de cualquier comunidad ilustrada.
Si los antiguos romanos buscaban en su juramento una garantía de sinceridad, nosotros la encontramos en la palabra compartida. No necesitamos símbolos ni fórmulas solemnes: basta con mirar a los ojos de quien habla y reconocer en su voz la pasión por la verdad. Eso —la confianza que se da y se recibe— es el verdadero testimonio que sostiene nuestra convivencia.
Porque al final, más allá de las etimologías y las anécdotas, testificar es reafirmar lo que somos: personas que creen en el valor de la palabra. Y en APEVE, ese valor se renueva en cada tertulia, en cada conversación, en cada amistad que crece entre nosotros como una prueba viva de que la cultura no solo se estudia: también se practica.



