El valor de la amistad: la lección dorada de la Tertulia de Paco Cerro
- apeveeditor
- 19 nov
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MIGUEL SANCHÍZ
Hay amistades que se construyen lentamente, como esas piedras antiguas que resisten el paso de los siglos. Otras nacen casi por azar, cuando uno menos lo espera, y sin embargo se convierten en un pequeño milagro cotidiano. Pienso en esto cada vez que me siento en la Tertulia de Paco Cerro, ese rincón que no figura en los mapas pero que existe con la misma intensidad que un puerto antiguo o una biblioteca de fondo interminable. Allí, en torno a una mesa que ya conoce de memoria nuestros silencios y nuestras risas, he descubierto que la amistad puede ser una forma de sabiduría, un acto de resistencia y, a la vez, un tributo constante a la tolerancia.

Lo que sucede en aquella tertulia no es fácil de describir. Podría decir que se trata de una reunión de amigos, pero sería quedarse en la superficie; y podría llamarla un foro intelectual, pero también me quedaría corto. Lo cierto es que sus integrantes —cada uno con su historia, sus lecturas, sus manías y su particular manera de ver el mundo— forman un mosaico singular, un grupo irrepetible que se rige por un código que no figura en ningún manual: el respeto nacido de la admiración y la ironía nacida del cariño. Ahí radica, quizá, la clave de su magia.

En un tiempo en el que los tertulianos profesionales saltan de plató en plató, recitando consignas con la precisión del que ha convertido su opinión en oficio, los miembros de nuestra tertulia hacen exactamente lo contrario. Ellos no cobran por hablar, ni compiten por imponer un argumento; no aspiran a un titular ingenioso ni a una frase viral. Lo suyo es otra cosa: una conversación que se eleva por encima del ruido y que, sin pretenderlo, rebasa con creces a la mayoría de tertulias oficiales. Podría llamar a su manera de intervenir “áulica”, pero sé que la palabra justa es otra: “áurea”. Porque hay algo de brillo, de oro viejo, de nobleza sin ostentación en la forma en que analizan, critican y celebran el mundo.

Y lo digo yo, que soy quizá el más silencioso del grupo. Un tertuliano atípico: el que rara vez interviene, el que escucha con deleite, el que aprende a cada frase. En ocasiones, mientras los observo en plena discusión —unos con la intensidad de quien disecciona una idea hasta dejarla sin piel, otros con la calma de quien ha pensado largamente antes de hablar—, me descubro sonriendo por dentro. Me digo: qué suerte tengo de estar aquí sin necesidad de decir nada, sin tener que demostrar nada, asistiendo al espectáculo íntimo de la inteligencia compartida.
Porque eso es la amistad: un lugar donde uno no necesita justificarse. Un sitio donde basta con ser, con estar, con acompañar. En la Tertulia de Paco Cerro, nadie mide el valor de otro por la brillantez de su réplica ni por la cantidad de citas eruditas que pueda encadenar. Existe, en cambio, una intuición profunda: la certeza de que todos aportan algo, incluso quien calla. Y eso convierte la conversación en un espacio seguro, generoso, casi sagrado.

Pienso también en el contraste entre esas tertulias televisivas en las que la palabra se ha convertido en mercancía —una mercancía ruidosa, inmediata, muchas veces agresiva— y nuestra tertulia, donde la palabra regresa a su origen: diálogo, búsqueda, celebración. Mientras algunos cobran por hablar sin escuchar, los tertulianos de Paco Cerro escuchan para poder hablar mejor. Mientras algunos repiten ideas ya masticadas, estos amigos elaboran las suyas con rigor y afecto, como quien pule una piedra hasta encontrarle el reflejo exacto.
En un mundo así, ser simplemente “el que escucha” no es un papel menor. Es una forma de presencia, un reconocimiento de que la amistad también consiste en ofrecer silencio, en regalarle al otro el espacio donde su pensamiento pueda desplegarse sin prisa. Esa, quizá, es mi contribución: la gratitud callada de quien sabe que está entre personas excepcionales y que, sin necesidad de muchas palabras, se siente parte de ese círculo áureo.

A veces nos preguntamos por qué seguimos reuniéndonos. Y siempre terminamos descubriendo la misma razón: porque la amistad —la verdadera, la que no pide nada a cambio— es uno de los pocos lujos que aún nos podemos permitir. Un lujo que no se compra, que no se negocia, que simplemente se cultiva con el tiempo y la lealtad. Y si además viene acompañado de inteligencia, humor y tolerancia, entonces estamos ante un tesoro que vale más que cualquier tertulia profesional, más que cualquier debate remunerado.
Por eso, cada vez que salgo de allí, llevo conmigo una certeza: la Tertulia de Paco Cerro no es solo un encuentro de amigos; es una pequeña lección de vida. Una demostración de que el oro verdadero no reluce por fuera, sino en la calidad de las palabras, en la ternura de las discrepancias y en la alegría silenciosa de saberse acompañado. Gracias , Paco



