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La huella de España

  • apeveeditor
  • 27 oct
  • 4 Min. de lectura

JOSÉ MARÍA GARCÍA CARRASCO


Hoy, cuando el mundo se divide en bloques y banderas, cuando la identidad se convierte en arma y la historia en trinchera, España debería recordar quién fue.

Siempre he creído que España fue más que una nación encerrada en sus fronteras. Fue una idea civilizatoria que unió mundos, un proyecto humano que logró lo que ninguna otra potencia ha alcanzado, integrando continentes enteros bajo una misma lengua, una misma ley y, sobre todo, un mismo sentido moral del mundo. En aquella España universal, los océanos no se dividían, se unían. En sus mapas, el Atlántico y el Pacífico no eran abismos, sino caminos de ida y vuelta donde florecieron la ciencia, la fe y el arte.


José María García Carrasco
José María García Carrasco

Esa España de los dos hemisferios se levantó sobre una estructura integradora, no extractiva. La monarquía hispánica no fue un poder unidireccional, sino una red de reinos, virreinatos y pueblos articulados por una misma Corona y sostenidos por instituciones que, con todos sus defectos, aspiraban a la justicia. Las Leyes de Indias, los Cabildos, las Audiencias y las universidades fueron ejemplos de una voluntad de orden y de respeto que reconocía la dignidad humana incluso en los tiempos en que el resto del mundo la negaba.

A diferencia del modelo anglosajón, fundado sobre la segregación y el exterminio, o del francés, que pretendió simular mediante la imposición cultural, España eligió un camino mucho más arduo: el del mestizaje y la integración. Allí donde otros expulsaron o esclavizaron, España educó, mezcló, legisló y evangelizó. No con perfección, porque nada humano lo es, pero sí con propósito. El ideal hispano fue construir una civilización común, no un mercado de saqueo. Por eso, la huella de lo español no se borró con la independencia y se quedó en las costumbres, en el idioma, en el derecho y en la manera de entender la vida.

Es cierto que hubo errores, abusos y hombres que traicionaron esa misión. Los hubo, como los hay siempre donde la naturaleza humana se deja arrastrar por la codicia o la soberbia. Hubo corruptos, facinerosos y verdugos que se enriquecieron con el dolor ajeno. Pero también hubo justicia y las propias leyes del Imperio previeron castigos para esos crímenes y tribunales que, con frecuencia, actuaron con una severidad desconocida en otras potencias coloniales. Y, sobre todo, hubo una voluntad sincera de corregir los excesos, de proteger al débil y de restituir el daño cometido. Porque, en el fondo, la idea española del mundo no era la del dominio, sino la del deber.

La estructura moral del Imperio descansaba en esa conciencia, la de que el poder solo tiene sentido si sirve a un bien superior. Esa fue la verdadera diferencia entre España y las potencias que la imitaron. Mientras otras construyeron imperios sobre el racismo y la explotación, España los edificó sobre el Derecho y la Fe. Y aunque la corrupción individual empañó la obra, el propósito común siguió siendo noble. Aquel ideal de universalidad, de respeto y de unión entre los pueblos, fue quizás la expresión más alta del espíritu cristiano aplicada a la política.

Pero ninguna nación se sostiene solo en sus instituciones o en sus glorias pasadas; una nación son sus gentes. Con sus diferencias y sus cosas en común, con sus virtudes y defectos, con sus formas de amar, de pensar, de rezar o de callar. España fue precisamente eso, la suma de pueblos diversos que compartieron una idea mayor que ellos mismos. Y esa diversidad, lejos de debilitarnos, fue nuestra mayor riqueza. Porque la verdadera unidad no nace de la uniformidad, sino del reconocimiento mutuo entre quienes se saben distintos, pero iguales en dignidad y con destino común.

Hoy, cuando el mundo se divide en bloques y banderas, cuando la identidad se convierte en arma y la historia en trinchera, España debería recordar quién fue. No para volver atrás, sino para ofrecer un ejemplo de lo que puede lograrse cuando la ambición se equilibra con valores. Somos herederos de una lengua viva que une a seiscientos millones de personas, de un pensamiento jurídico que inspiró derechos humanos y de una cultura que enseña que la grandeza no se impone, se comparte.

Las “Españas de los dos hemisferios” no son una nostalgia, sino una tarea pendiente. No hay galeones, pero sí cables que cruzan océanos. No hay virreinatos, pero sí redes de cooperación cultural, científica y tecnológica que pueden volver a hacer de lo hispano una fuerza integradora. La misma fuerza que un día llevó a un pueblo pequeño a mirar al mundo no con miedo, sino con esperanza.

Yo sigo creyendo en esa España oceánica, moral y mestiza; en la que no teme las distancias porque nació para cruzarlas. En la que no necesita dominar para influir, ni conquistar para enseñar. En la que supo que el poder no es fin, sino servicio. La que, a pesar de sus errores, dejó más escuelas que esclavos, más leyes que cadenas, más puentes que muros.

Porque mientras haya una palabra dicha en español, un gesto de respeto entre orillas, un libro abierto en una escuela americana o una oración pronunciada en nuestras lenguas hermanas, el sol no se pondrá jamás sobre las Españas de los dos hemisferios. Porque en ellas viven, todavía, la fe en el hombre, en la justicia y en el milagro posible de la fraternidad.

 
 
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