La radio que me acompaña... y la voz de San Babilés
- apeveeditor
- 10 dic
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MIGUEL SANCHÍZ
Desde los diecisiete años, cuando apenas empezaba a asomar la barba y el mundo parecía una puerta recién entreabierta, descubrí el milagro de la radio. No éramos muchos, ni había grandes medios técnicos; pero había silencio, micrófono y corazón. Desde entonces —ha llovido mucho, ya ven ustedes, noventa y dos años han pasado por mi reloj— he vivido en tres casas sucesivas: primero la Radio, luego la Televisión y, ya en esta jubilación que más que retiro es destierro dulce, el Periodismo. De la radio y de la televisión puedo hablar con conocimiento de viejo marinero: navegante largo, testigo de vientos, tormentas y amaneceres.

Siempre lo he creído y hoy lo repito: la radio es ilusión. No te lo da todo hecho; te invita a imaginar. Es como escuchar pasos en la madrugada: no los ves, pero sabes que vienen. Te da un dato, una descripción, un nombre… y tú completas el resto con tus recuerdos y tus sueños. La televisión, en cambio, impone el relato. Te lo muestra todo ya servido, y tú solo masticas. Te distrae, te entretiene, pero no te deja inventar colores ni paisajes dentro de la cabeza. La radio te acompaña como un amigo que habla bajito. La televisión te ocupa la atención con su brillo. Ambas son nobles y necesarias, pero confieso —ya a estas edades en las que uno se vuelve transparente— que mi amor primero y más fiel siempre fue la radio. A su lado envejecí sin sentir el peso del tiempo.
Todo esto viene a cuento de un programa reciente que escuché con el oído atento y el alma agradecida. Mi ilustre compañero Javier Algarra conducía la emisión con esa serenidad firme que le conozco de tantos años: voz templada, palabra justa, pausa que invita a pensar. Javier no solo informa: acompaña, que es el verbo mayor del periodismo. Y tenía como invitado a un amigo querido, Manuel Gómez, que —y lo digo sin exagerar— es quien más sabe en el mundo sobre San Babiles. Un hombre bueno, riguroso, estudioso y generoso con su conocimiento.

Entre ambos me regalaron una noche de hondura y de compañía. Hablaban de San Babilés con una pasión que contagiaba a través de las ondas. Yo cerré los ojos —porque así escucho mejor— y dejé que la voz de Manuel dibujara ante mí la figura recia del santo, la historia de sus gestas, los episodios que la mayoría no conoce y que él rescata con la delicadeza con que se desenrolla un pergamino antiguo. Javier guiaba, Manuel ilumina, y yo, desde mi butaca, era un oyente feliz.
Qué hermoso es cuando la radio te permite ver sin mirar, imaginar sin esfuerzo, viajar sin levantarte del sillón. Mientras ellos conversaban, yo veía a San Babiles casi caminar frente a mí: un hombre de fe valiente, capaz de plantar cara al miedo, de proteger, de enseñar, de ser faro en un tiempo oscuro. Pensaba yo: qué fuerza tan extraordinaria tiene la palabra bien dicha, qué milagro humilde es la voz que no pretende brillar, sino servir.
Recordé entonces mis primeros programas, la luz roja encendiéndose, el golpito del técnico en el cristal, la respiración que se recoge antes del primer saludo. Recordé también la televisión, donde todo era más grande, más urgente, más visible. Y comprendí que, con los años, uno vuelve siempre a los afectos verdaderos. La radio no exige maquillaje, solo verdad. No pide traje ni corbata, solo corazón. Tal vez por eso, cuando escuchaba el programa de Javier y Manuel, me sentí joven otra vez: como quien regresa al puerto donde aprendió a remar.
Hay días en que la vida parece una sucesión de pantallas que brillan y se apagan. Pero la radio —esa vieja amiga— sigue ahí, encendida en un rincón, murmurando historias y nombres, permitiéndonos imaginar lo que ya no vemos pero aún sentimos. Y si además en ese dial suenan voces amigas, cultas y apasionadas como las de Javier Algarra y Manuel Gómez, uno entiende que la profesión sigue viva, que el periodismo aún puede ser encuentro, compañía y cultura.
Terminé la emisión con gratitud. Gracias, Javier, por la brújula serena. Gracias, Manuel, por la erudición generosa. Los dos me regalaron no solo datos, sino un viaje interior. La televisión te muestra el mundo; la radio te lo insinúa, te lo deja soñar. Y yo, que ya peino años y silencios, celebro que sigan existiendo programas que no solo informan, sino que encienden la imaginación.
Quizá por eso sigo escribiendo: para mantener viva la conversación que empezó aquel día, hace ya mucho, cuando un joven tembloroso dijo por primera vez “buenas tardes, aquí, Radio Juventud de Barcelona …”.
Y todavía —créamelo quien me lea— me emociona el sonido de una voz que llega sin imagen. Porque en la radio, como en la vida, lo invisible es a veces lo más verdadero.
Escrito el 10 de Diciembre en Las Rozas, mientras llovía sin ruido .



