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Más gente de la que imaginamos

  • apeveeditor
  • 4 nov
  • 4 Min. de lectura

MIGUEL SANCHÍZ BUENDÍA


Confieso que no esperaba tanta respuesta. Escribo con frecuencia en Majadahonda Magazin, y con el paso del tiempo uno aprende a reconocer los ecos de su propia voz. Suelo recibir algunas reacciones, comentarios amables de amigos y lectores fieles, compañeros de camino que se detienen unos minutos para decir: “Te he leído, Miguel, y estoy de acuerdo contigo”. Son unos cuantos, los mismos casi siempre, y a ellos les debo el estímulo de seguir escribiendo. Pero esta vez ha sido distinto.


Miguel Sanchíz
Miguel Sanchíz

Mi artículo No, en mi nombre ha despertado algo que no imaginaba: una corriente silenciosa, una ola de adhesión, emoción y también de alivio compartido. He recibido mensajes, llamadas, correos… gente que no conocía, lectores de distintos puntos de España, algunos incluso desde fuera. Todos con un denominador común: el amor a su patria.

He sentido algo que hacía tiempo no ocurría —y que confieso me ha conmovido profundamente—: el descubrimiento de que hay más gente que ama a España de lo que imaginamos. No lo gritan, no salen a la calle con pancartas, no discuten en las redes con el ruido de los que siempre insultan. Pero están ahí, en silencio, cumpliendo con su deber, sosteniendo el país con su trabajo, con su familia, con su palabra y su ejemplo.

Quizá no se les ve porque el amor auténtico no necesita mostrarse. Es discreto, como la raíz que alimenta al árbol sin pedir aplausos. Y sin embargo, en momentos decisivos, esa raíz se hace visible. Se manifiesta cuando alguien dice, simplemente: “No, en mi nombre”.

En ese texto expresé mi rechazo —y el de tantos españoles de buena voluntad— a que se usen nuestras instituciones, nuestra historia y nuestra identidad como si fueran materia de trueque político. Lo hice desde la serenidad, sin estridencias, porque el amor no necesita gritar. Pero el eco ha sido inmenso. Y eso me ha hecho pensar que quizá, después de todo, no estamos tan solos como a veces creemos.

España tiene muchos problemas, y no los niego. Sería ingenuo hacerlo. Los tenemos económicos, sociales, morales y también políticos. Hay heridas que siguen abiertas y otras que se empeñan en reabrir. Pero lo que me ha devuelto la respuesta a mi artículo es una certeza luminosa: la gran mayoría de los españoles no odian a su país. Lo quieren. Lo respetan. Lo defienden a su manera, sin banderas ni proclamas, simplemente siendo decentes.

Me conmueve pensar que en cada ciudad, en cada pueblo, hay gente que se emociona al ver ondear la bandera, que reza por España, que se indigna ante las mentiras que se dicen de ella y que no acepta —ni aceptará nunca— la deformación interesada de nuestra historia.Porque eso es lo que nos hiere de verdad: la mentira.

La Leyenda Negra sigue viva, disfrazada de discursos modernos, de revisionismos que pretenden reducir cinco siglos de historia a un catálogo de culpas inventadas. Y lo más triste es que algunos de esos falsos relatos ya no vienen de fuera, sino de dentro.

Nos dicen que debemos avergonzarnos de lo que fuimos, de lo que hicimos, de lo que representamos. Nos quieren convencer de que España fue solo opresión, fanatismo y oscuridad. Pero quienes hemos leído, quienes amamos la verdad más que la consigna, sabemos que no fue así. España fue cuna de culturas, protectora de pueblos, transmisora de fe, arte y lengua. Fue imperfecta —como toda nación humana—, pero nunca fue lo que sus enemigos dicen.

Y esos enemigos —los de siempre, aunque cambien de acento y bandera— siguen ahí, mirando con la misma envidia de antaño, esa que se traduce hoy en odio disfrazado de superioridad moral. Les irrita que España siga existiendo, que aún tengamos alma, que no reneguemos de lo que somos. Les irrita, sobre todo, que todavía haya quienes digan “no”, sin más, y lo digan con calma, con dignidad.

Porque decir “No, en mi nombre” no es un gesto de enfrentamiento, sino de amor. Amor a la verdad, amor a la historia, amor a la unidad. Y también amor a la justicia: a no permitir que quienes usan el poder como arma o el resentimiento como bandera hablen por nosotros.

Yo no represento a nadie, pero hablo desde el sentimiento de muchos. Lo sé ahora. Lo he comprobado. Cada mensaje recibido, cada palabra de aliento, me ha recordado que España no está dormida. Que hay un pulso moral en su gente. Que las cosas pueden cambiar porque hay conciencia. Y cuando hay conciencia, hay esperanza.

A todos los que habéis leído aquel texto y lo habéis compartido: gracias. Gracias por devolverme la certeza de que no escribo al vacío. Gracias por demostrar que aún quedan corazones encendidos por la misma llama, la del amor a una patria que no es perfecta, pero es nuestra. Y gracias, sobre todo, por recordarme que el amor a España no necesita permiso, ni es patrimonio de nadie.

Hoy sé que somos más. Más de los que se cuentan, más de los que se ven, más de los que se oyen. Y mientras quede uno solo que diga “No, en mi nombre”, seguirá viva la dignidad de un país entero.

 
 
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