Un silencio que hace ruido
- apeveeditor
- 2 dic
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MIGUEL SANCHÍZ
Lo confieso: pocas veces he visto un caso tan evidente de desproporción entre una persona y el tratamiento que recibe como el del rey Juan Carlos I en estos días. No hablo desde la ingenuidad ni desde el olvido selectivo. Sé —todos sabemos— que la biografía del Emérito tiene claroscuros, errores graves y decisiones difíciles de justificar. Pero también sé que en la vida de un país hay figuras que, con sus luces y sombras, han sido determinantes. Y me resisto a aceptar que la solución para gestionar ese legado sea empujarlo hacia un rincón, como si la historia se arreglara ocultando lo incómodo.

El episodio de la cancelación de la presentación de sus memorias en España me parece, sencillamente, lamentable. Tenía previsto un acto sobrio, casi solemne, rodeado de aquellos con los que compartió la Transición. No era una fiesta, sino un gesto final de apertura: “Aquí está mi versión; sometedla al juicio del tiempo”. Bastó, sin embargo, con que “altas instancias” elevaran una ceja —esa diplomacia del no explícito tan española— para que la editorial desmontara el evento, retrasara la publicación y decretara un silencio que me resulta incompatible con una democracia madura.

Y, sin embargo, en medio de ese cerco, Juan Carlos I ha demostrado una inteligencia comunicativa que no se ve todos los días. Su vídeo difundido en redes, grabado hace semanas, ha provocado el efecto contrario al que quienes preferían neutralizarlo buscaban. Lo que era una presentación suspendida se ha convertido, de repente, en la campaña publicitaria más eficaz —y más gratuita— de su libro. Todos los medios hablan del vídeo, todos hablan del libro, todos comentan el malestar en Zarzuela, el desaire de la editorial, la estrategia del entorno. Es decir: lo que algunos quisieron sofocar se ha multiplicado.

No sé si es astucia, intuición o simplemente experiencia acumulada, pero pocas veces un gesto tan breve ha generado tanto ruido mediático. Y ahí, lo reconozco, el Emérito ha jugado sus cartas con maestría. Mientras a su alrededor se imponía el silencio, él encontró el único canal que no podían cerrarle: sus propias palabras en pantalla, dirigidas al público sin intermediarios. Un movimiento sencillo, pero profundamente eficaz. Quizá porque llega en un momento en el que la comunicación institucional vive obsesionada con evitar el roce, mientras que la ciudadanía —y los medios— buscan precisamente lo contrario.
Lo que más me entristece, sin embargo, es la imagen simbólica que queda: un rey que durante décadas fue la cara visible de España en medio mundo se ve ahora obligado a explicar su vida casi desde la intemperie. Y yo sigo pensando que este país debería ser capaz de escuchar a todos, incluso —o especialmente— a quienes nos incomodan. Porque, si no escuchamos sus razones, sus errores y sus aciertos, ¿cómo pretendemos comprendernos a nosotros mismos?

Sé que es un terreno delicado. Sé que hay heridas, decepciones y motivos de sobra para el escrutinio. Pero también creo que justicia y misericordia no son incompatibles. Y que una nación que agradece, pero también corrige; que reconoce, pero también exige; que honra, pero también revisa… es una nación más digna que aquella que simplemente calla para no molestar.
Por mi parte, y desde la humildad de quien solo escribe, no tengo reparo en expresarlo: al rey Juan Carlos I le debo respeto, gratitud y la conciencia de haber vivido décadas de estabilidad que no fueron fruto de la casualidad. Le deseo serenidad en este tramo final de su vida pública, y ojalá que su voz —con todas sus imperfecciones— no sea apagada, sino escuchada con la madurez que merecemos como país. Porque, al fin y al cabo, la memoria de España no puede escribirse solo con silencios.



