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No en mi nombre

  • apeveeditor
  • 3 nov
  • 3 Min. de lectura

MIGUEL SANCHÍZ


El ministro de Asuntos Exteriores ha pronunciado recientemente unas palabras de perdón en nombre de España por los hechos acaecidos durante la conquista de México. Aunque respeto profundamente cualquier gesto de reconciliación, siento el deber de expresar, con serenidad y convicción, que ese perdón no se pronuncia en mi nombre.


Miguel Sanchíz
Miguel Sanchíz

No en mi nombre, porque la historia no se reduce a un acto de contrición. No en mi nombre, porque lo que España llevó a México no fue solo espada, sino también palabra, arquitectura, música, ciencia, espiritualidad y mestizaje. No en mi nombre, porque la memoria compartida entre nuestros pueblos está tejida de luces y sombras, pero también de vínculos profundos que merecen ser reconocidos con dignidad.

España no fue solo conquista. Fue también fundación. En México, los españoles construyeron ciudades que hoy siguen siendo joyas del patrimonio universal: Puebla, Morelia, Zacatecas, Guanajuato, Oaxaca. Ciudades trazadas con rigor, belleza y sentido cívico, donde la piedra habla de convivencia, de fe, de arte y de orden.

España llevó a México la imprenta, apenas veinte años después de su invención en Europa. En 1539 se fundó la primera imprenta del continente americano en la Casa de las Campanas, en Ciudad de México. Allí se imprimieron catecismos, gramáticas y textos jurídicos que ayudaron a estructurar una sociedad nueva, mestiza, compleja, pero con vocación de permanencia.

España fundó universidades, como la Real y Pontificia Universidad de México en 1551, contemporánea de las más antiguas de Europa. En sus aulas se enseñaron filosofía, medicina, derecho y teología. Allí se formaron generaciones que pensaron el mundo desde América, con voz propia y con raíces compartidas.

España llevó también la lengua castellana, que no fue imposición sino fusión. El español en México se enriqueció con el náhuatl, el maya, el otomí, el purépecha. Hoy, el español mexicano es uno de los más vivos, creativos y musicales del mundo. Es el idioma de Octavio Paz, de Juan Rulfo, de Rosario Castellanos. Es el idioma en que México canta, escribe, sueña y dialoga con el mundo.

España llevó también la música, que se mezcló con los ritmos prehispánicos y africanos para dar lugar a sones, jarabes, corridos y boleros. La guitarra española se volvió mexicana, y con ella se cantan amores, penas, luchas y esperanzas.

España llevó santos y sabios, pero también escuchó a los sabios de México. Fray Bernardino de Sahagún recogió con respeto y admiración la cosmovisión náhuatl. Su obra, el “Códice Florentino”, es una muestra de diálogo intercultural que aún hoy asombra por su profundidad.

España llevó el derecho, que se adaptó a las realidades americanas. Las Leyes de Indias, aunque imperfectas, fueron un intento temprano de proteger a los pueblos originarios. En ellas se reconoce que la dignidad humana no tiene color ni origen.

España llevó también sangre, sí. Pero también sudor, ternura, mestizaje y memoria. De esa mezcla nació México, un país que honra sus raíces indígenas, africanas, europeas y asiáticas. Un país que no necesita que se le pidan perdones simbólicos, sino que se le reconozca en su grandeza.

Por todo ello, y sin ánimo de controversia, repito: no en mi nombre. No porque niegue el dolor, sino porque afirmo la luz. No porque rechace el diálogo, sino porque creo en la verdad completa. No porque quiera borrar el pasado, sino porque deseo que se mire con justicia, con gratitud y con amor.

México y España están unidos por siglos de historia compartida. Que esa historia se celebre con respeto, con memoria y con esperanza. Pero que no se reduzca a una sola palabra. Porque hay palabras que, aunque bienintencionadas, pueden oscurecer lo que fue también creación, encuentro y legado.

Porque en cada piedra, aún canta la dignidad compartida de dos pueblos.


 
 
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